AMANECER EN MARZO

Emilio Morales Prado

Madrugada de marzo, cálida y perfumada.

Huele el viento a recuerdo. Calla la mar tendida.

Asomada a mis ojos, el alma, sensitiva,

asustada, transida por los presentimientos.

 

Si más larga la noche, más regalos espero.

El resplandor del alba aquietará mi pulso;

el aire, esquivo y duro toda la noche lenta,

querrá ser respirado a tragos infinitos;

el cielo, tan tremendo, tan lleno de presagios,

será una pincelada concreta y asequible;

por un momento inmenso, la luz, lechosa y tierna,

desvelará misterios felices y profundos;

los sonidos comunes de las mil y una cosas,

que luego harán el día tedioso y enervante,

serán ese momento notas de un ordenado

cortejo melodioso. Y, sin ningún motivo,

luces, chirridos, cantos, todo ese regocijo,

logrará que la vida me resulte propicia.

 

Ha amanecido. El sol me ha mirado de frente,

yo, mientras, lo miraba. Un murmullo:

es la vida que sigue. Un sobresalto:

soy yo, que estoy viviendo.

 

Viviendo hago pasado, defino mi existencia;

escribo en la memoria mi lenta biografía;

repaso con el dedo, sin saltarme una letra,

todos los recovecos de mi presente esquivo.

Voy gritando mi angustia, mi más hondo secreto.

La vivo y la atesoro con miedo y con pasión.

La siento cada día, es mi fiel compañera,

mi dolor, la promesa de paz que me sostiene.

 

El día ya se desliza, es como cualquier otro.

Su rutina lo exime de anhelo y entusiasmo,

lo conduce, infalible, por lugares comunes,

actos sin importancia, cosas para el olvido.

Marzo, por la mañana: un día como tantos.

 

 

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