Olga Pérez Zumel

Todas las mañanas me veo forzado a recorrer el mismo sendero. Lo sigo con aprensión, con un recelo frío que me anuda las tripas. No he tenido elección. Ese sendero es el camino amargo que me han impuesto los padres de mi mundo, los próceres de mi pueblo. De ellos no me sorprende tan cruel decisión, lo que lacera mi corazón todos los días, creo que ya para siempre, es la aceptación de los míos, su rápida comprensión de mi destino. Las respuestas que encontraron en los dioses secaron sus lágrimas, las ofrendas en el templo calmaron su pena. Pero de entre todos los cercanos, los amados, es mi dulce esposa quien empuña el hierro más cortante.

¿Cómo es posible que transformes tú el dolor inmenso que sentiste, al oír mi nombre durante las suertes, en un grito de gloria al héroe? ¿Era necesario? ¿Lo hiciste por nuestro pequeño Dacio? Si es así, si cambiaste tus lágrimas por los elogios para que nuestro hijo no llore sino que sonría, no diré nada. ¡Qué no aceptaría un padre por un hijo! ¡Qué no aceptaría un hombre de tan valerosa mujer! Mas, ¡ay!, que veo apoderarse de mí a la duda. De todo ello no estoy seguro. Sólo me repito una y otra vez tus últimas palabras de ánimo antes de despedirnos para siempre; me las entregabas envueltas en tu aliento cual fruta madura y dulce. Como si tragándola fuera a hallar el sosiego, la paz que necesitaba, como si con ello pudiera ahuyentar el miedo. Nombrabas la eternidad y la vida con la naturalidad de la muerte, fría, heladora, se prendía a tus labios tiñéndolos de crueldad. Porque me llegaste a parecer cruel de tan fría. Todo el entusiasmo, la fuerza vital, los guardabas para el héroe, un ser creado por ti, por todos vosotros. He llegado a odiarle, a tener celos de él porque le hicisteis para sustituirme, y lo peor de todo es que veo en ello un acto a la vez sublime y egoísta; vosotros, tú, no deseabais perder nada. Pero, lo queráis o no, yo os he sido arrebatado y aunque os escondáis en las simas más profundas la verdad os encontrará algún día; entonces veréis que os falto.

Veinte jóvenes guardaban el nombre afortunado, veinte cuerpos sudorosos y oscuros. Los temblores de unos disimulaban los de los otros. El silencio nos apretaba las gargantas. Mirarnos a los ojos se hizo insufrible porque en las pupilas sólo se veían sombras. Los veinte permanecimos como corderos encerrados mientras fuera se permitían jugar con nuestras vidas. Hubo quien no pudo sujetar sus órganos dejando escapar orines y otras sustancias. ¿Sabes tú qué es eso? El miedo y la vergüenza juntos.

Podría haberme fugado, pero desde niños nos enseñan dónde y cómo vivir. Si hubiese escapado a mi destino, ¿qué habría sido de vosotros? Pero no, no me debo mentir, ya de nada sirve. Es verdad que fui cobarde. Huir era lo que más deseaba mi corazón y, aunque es cierto que pensé en vosotros, también pensé en mí. Tuve miedo al imaginarme desterrado con la vergüenza más dolorosa colgada de mi cuello como una chapa de esclavo. Tendría que haber dicho adiós a todo y para siempre, temí que ni tú ni nuestro amado hijo me perdonaríais. Huir, ¿a dónde?, no me han enseñado a eso, más bien a acatar todo aquello que represente orden y asentimiento. ¡Qué decir de mi conciencia!, por no oírla tras la huida tendría que haber terminado con mi vida yo mismo. No me sentí con fuerzas, pensé que para todo ello no tendría valor. Preferí confiar en los dioses, en mi destino que creía conocer; ¡demasiado orgullo! Necesitaba convencerme de él. Me esperaba una larga vida junto a vosotros con trabajos y contrariedades, desde luego, nunca me atreví a pedir demasiado a los dioses, temía su ira. Para poder seguir respirando una vez que se me notificó mi participación en las suertes me obligué a sentirme a salvo. Creé en mi mente imágenes cada vez más precisas que daban por ganador a otro; dejé de recordar mi nombre intentando anular la posibilidad de salir elegido, como si evitándome a mí mismo pudiese desaparecer de la memoria de todos, incluso pasar inadvertido para la realidad. Deseaba que la propia vida me olvidase, ser sólo una sombra, allí encerrado. Aplastado contra la pared durante la espera quería disolverme en ella, dejando sutilmente una mancha que con facilidad se hubiese confundido con la piedra húmeda.

Veinte jóvenes y de entre ellos salió mi nombre. Mientras esperábamos abajo, en ese subterráneo mohoso y maloliente cargado de vapor embrutecido, el silencio se cortó por un clamor para nosotros pavoroso procedente del exterior. Miles de voces aclamaban algo, miles de palmas se batían en ardorosos aplausos, vítores y loas extendían sus alas hasta nuestros oídos helándonos los corazones. Entonces, nos atrevimos aún menos a mirarnos. Todos, de inmediato, clavamos la mirada en el suelo viscoso. El aire nos faltaba, parecíamos peces boqueando en los márgenes del río.

¿No saltó entonces el corazón en tu pecho? Quiero creer que sí. Siempre me hablabas de tus presentimientos, de las respuestas que recibías antes de los acontecimientos en momentos de tensión. Debiste sentir algo, tal vez un temblor.

La comitiva vino a por mí. Cuando me nombraron todavía miraba a los otros buscando entre ellos al elegido. Tuvieron que repetir el nombre varias veces. Uno de los electores me puso la mano en el hombro izquierdo como es tradición. Aun entonces, como si se me hubiese escapado el entendimiento, miré a los ojos de los diecinueve implorando que alguno de ellos fuese yo mismo. No puedo recordar casi nada más, apenas luces, sombras, bultos del gentío que gritaba aclamándome quizá, ruido atronador y rostros desfigurados, bocas desdentadas que me chillaban, risas y palmadas; hacía demasiado calor, el sudor resbalaba en mis ojos y me cegaba; mientras, me sostenían unas veces y otras me empujaban para que siguiera caminando hacia la arena.

He perdido la cuenta de los días que llevo transitando el monstruoso sendero, supone recorrer a diario el camino de la muerte sin la seguridad de que en una de esas jornadas por fin me elija para servirme en su mesa. Las ocasiones en las que me siento más abatido son aquellas en las que regreso a mi cueva a salvo. Han llegado ya los días en los que se ha instalado un cruel deseo en mi interior. Albergo el oscuro anhelo de no regresar; que me alcance por fin, que me mate. Ni siquiera puedo permitirme algo así, tal es mi tortura. De inmediato me impongo el recuerdo de nuestro hijo y apresuro al instante los pasos en mi huida, entonces algo me impulsa haciéndome más hábil, más ligero.

Decían, ¿recuerdas?, que asesina despedazando a sus víctimas, que se siente cómo arranca los pedazos del cuerpo. Un hombre no muere porque le arranquen un miembro. Así la agonía puede dilatarse horas, incluso días si arrastra el cuerpo a su gruta y le mantiene allí hasta desear poner fin a su vida.

Todos conocéis estas historias, forman parte de la memoria de nuestro pueblo. ¿Cómo podéis entonces olvidarlas cuando aclamáis al héroe elegido? Habéis quedado tan lejos que apenas consigo traer vuestros rostros a mi pensamiento, ya todos sois el mismo, sin embargo, no puedo olvidar cómo os comportasteis. Vuestro mundo es muy grande, podéis recorrerlo y conocer sus maravillas porque a pesar de mi agonía estoy seguro de que las tiene. Yo mismo viví años como hombre entregado a la ilusión, al deseo. Ahora mi vida de animal sucede en un mundo diferente a aquel del que me echasteis, como los padres de nuestros padres echaron a otros y así hasta el comienzo.

No quise huir por miedo al destierro y sus horrores, sin embargo ¿no es este un destierro aún peor? Pero mi respuesta es rápida, prefiero vuestra insensatez a la mía, prefiero ser yo quien intente perdonar.

Hoy he vuelto a regresar a salvo a mi cueva. Cefeo ha repetido su juego como cada mañana. Le gusta perseguirme y atemorizarme arrojando piedras enormes, propias de su tamaño, y lanzas que hace él mismo con madera arrancada de los bosques. Disfruta cercándome, arrojando su pestilente aliento que llega a mí como un viento nauseabundo cuando corro despavorido entre los árboles. A veces se acerca peligrosamente al lugar en que me escondo, lanza su atronador rugido punzando mis tímpanos, provocándome un dolor que dura varios días. Debo iniciar el recorrido antes de que salga el sol por el horizonte mientras la estrella del alba permanece encendida para dirigirme a su encuentro y comenzar de nuevo el macabro ritual. Al comienzo de tan terrible paseo tengo el ánimo más tranquilo porque ahora el gigante no sabe dónde paso las noches. Cuando comienzo a alejarme de lo que en este momento es mi casa un nudo se tensa en mi vientre apretándome hasta hacerme caer de rodillas. No tardo en levantarme, sé lo que tengo que hacer, para qué estoy aquí. Me dirijo con terror hacia el valle que habita y domina para entretenerle, yo soy su caza. Ninguno podréis imaginar nunca el esfuerzo que tiene que hacer un hombre para arrastrarse a sí mismo hacia aquel horror todos los días, pisoteando su propio miedo, anulándose para entregarse como un cervatillo a la muerte. Hubiera preferido que los soldados me trasladaran todos los días a su gruta pero mi destino, el que vosotros me habéis impuesto, me exige que tenga yo mismo que hacer eso. Comprendo que de otro modo no sería tan cruel.

Las lágrimas que he derramado han ido lavando mi corazón, apenas ya me queda odio. Si permanezco con vida algún tiempo será posible que desaparezca del todo porque aún lloro cada día. Conozco todas las lágrimas que salen de los hombres, de miedo, de odio, de rabia, de impotencia, de pena, de hambre, de tristeza. Ésas y muchas más han brotado de mí. Pero nada de lo que he podido pensar o sentir me ha impedido cumplir con lo que me habéis impuesto. Ayer fui un hombre, hoy soy un cebo. Mientras él sepa que me tiene, que puede cazarme, no os molestará. Por eso, a pesar de los oscuros deseos que a veces guarda mi corazón, no dejo pasar un día sin provocarle con mi presencia, debe saber que sigo vivo.

Supongo que, como siempre se hizo, las madres de nuestro pueblo llevarán a diario ofrendas suntuosas a los dioses para que me conserven la vida. No os dejéis engañar, no ofrendan por mí sino por sus hijos. Que yo permanezca con vida es ganar un tiempo en el que sus jóvenes pueden alcanzar la edad suficiente para no participar en las próximas suertes. Mientras yo siga respirando Cefeo nada os exigirá. Creedme, si tuvieran la más mínima estima por mí no ofrendarían para prolongar mi tortura sino para que los dioses cortasen mi aliento lo antes posible. ¿Y tú, mi amada y lejana esposa, para qué ofrendas tú?

Esa expectativa vuestra, falsa pues sólo es momentánea, impura pues devorará más vidas, abre sin embargo un lugar donde, en medio de esta locura, puedo alcanzar a veces un poco de sosiego. Mientras yo permanezca con vida doy tiempo a mi hijo, un tiempo que le pondrá a salvo. Cuando me repito esa idea siento algo parecido a la fuerza, como si mi corazón volviese a sentir calor, como si fuera a reencontrar algo de esperanza. ¿Será eso posible?

 

 

 

Volver al Sumario

Volver al Distribuidor

Volver a Inicio