Mónica Maud

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El centro de sus pupilas dominó el contorno misterioso de sus senos. Impertinente y tórrido, rodeó su cintura al ritmo de voces ancestrales; las tumbas de rocas circulares abrieron paso a la colina del valle de Jezreel. Dedos inquietos erizaron la piel de la morena, de cuyos labios escaparon ayes de estertor. El contacto se hizo carne, el aire fresco condensó dos lágrimas que se hundieron en el surco del tiempo y del calvario.

La muchacha, ágil, se esfuma, y en las manos del hombre queda apenas la conmoción del contoneo de las caderas que lo sumergen en derredor. Dibujando con sus brazos la cadencia del apetito, ella lanza la infausta cabellera hacia sus espaldas desnudas y deslumbrantes de sudor. Saltarines los talones esquivan los pasos de la fatiga y el rastro desaparece.

El hombre se dejó caer sobre el diván de sus ensueños. Venció los párpados y la doncella asomó. Envuelta en sedas ligeras, perseguida por el tintineo de oros, platas, esmeraldas y rubíes, danzante al compás del himno de Esdrelón. El amante se iluminó en su enrojecida expresión. No se supo si de cólera o de pasión.

Atravesaron raudas golondrinas el horizonte de su mirada; una ventisca repentina jadeó en la habitación; el polvo reseco del atardecer narcotizó el suspiro ya olvidado; se deshicieron las sombras en imágenes vanas; el incienso del valle invadió el sorbo de licor; y, la doncella abatió su regazo. Sus hombros humedecidos se escondieron entre los tensos brazos del hombre; enmudecieron los acordes; se rompieron las cadenas de todos los abismos; las fieras emergieron por doquier; cerraron las puertas los conventos; huyeron los asesinos; chillaron los niños, las flores cambiaron de color; y tronó desde la nada un corazón.

El amante tembló bajo la estela del aliento ocioso. Resurgieron milenarios aullidos de gargantas furiosas; se encendió la llama y moldeó el espejismo del encuentro. La llanura, en el centro del cañón sagrado, esclavizó los astros con inacabables caricias, unas tras otras, sumisas, sin compasión.

Las morfologías se turbaron en otrora quimeras, sepultando distancias, traspasando profundidades de lodo y miseria. Dos cuerpos remontaron en majestuosa enajenación. Sin sangre, sin latidos, sin venas, una imagen de besos y dos promesas de amor.

La voz delgada se escuchó, lejana y armoniosa:

- Sin lograr escapar de la fiebre de tu ausencia, me dejé morir entre tus brazos. Ya el ocaso llenaba mis pulmones de perfumes sospechados, mas no creí que el delirio tardaría en desplegar su huída.

Y la respuesta grave atinó:

- Y la sentí debajo de mi piel, y mi sangre se arrulló entre sus entrañas. Y pujé por escapar del espejismo de su voz dormida sobre mi pecho, y fui demonio aquí en la tierra, y beato, allá en el horizonte.

- Tus dedos, ceremoniosos, condujeron mis instintos hasta el más hondo salvajismo y la oquedad de las sombras, moviéndose a través de mí, dio paso a tu espíritu sediento.

- Esperando la mañana, no amanecí; la ausencia me doblegó una y otra vez. No volví a dormir, ni a dar los buenos días, ella se transformó en las fauces que acechan mi lecho, al tiempo que amé su apetito, descarnado y sutil.

- Gozo y temores, miedo y placer. Interminablemente mío; enormemente tuya; tu alma escasa me tomó y penetró la mía, y me pintó de su color, y me embebió en su sudor, y ya no hubo consuelo.

- En la oscuridad de mi habitación, en el silente sacrilegio, entre el cosmos que aparece invisible y luminoso, se mantuvo sobre mí, penetrando mi intimidad. Y no hubo nada que decir. El averno se me vino encima, y me dolieron los años, y me dolió el humano enjambre, y me dolieron las médulas. Y rabió, en el silencio, la magia de su melodía.

- Mas, fue la melodía, esencia de mis lamentos; y en medio de la locura te perseguí tras de un verso. Escondido, yerto de besos y caricias. Me entregué a tu espectro y comprendí que era tu esclava.

- Me tejí a través de los tiempos, más allá de los soles apagados y de las noches recorridas. Me enlazó e hizo de mi templanza, cadenas, y de la pasión, mi holgura.

Tornó la luz. Los amantes se buscaron mutuamente por los escondrijos de sendas alcobas. Ella sollozó. Él la cobijó. La noche había acabado pródiga de pecados.

Durante más de dos mil años, una mujer visitó, noche tras noche, el cuarto del ilustre caballero. Él permanece aún sobre el diván con un pincel entre sus dedos. De vez en cuando acaricia la pintura, fogosa la mirada. De vez en cuando se levanta, toma bríos y reemplaza los colores sobre el lienzo, como si un huracán agrediera sus sienes; de vez en cuando penetra el valle y regresan las golondrinas.

Cada vez que el hombre duerme, sueña con una canción: “Si he esperar, entretanto el profeta me prometa que no ha de ser en vano, esperaré”. En sus vigilias, la mujer murmura: “Tal vez, bajen los cielos, o ascienda hacia el infierno, pero se acortan las horas, las noches se ensanchan, el mar está dormido, los rostros, silentes y... yo, yo, no deseo despertar”

Cuando el hombre llora como un niño, ella danza a su alrededor. Aunque el himno no se escuche porque la tormenta pasó. Y el retrato, en el rincón.

 

 

 

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