PRESENTACIÓN

 

-Quiero presentarle a Jonathan Swift, el autor de ese malicioso libro político, Los viajes de Gulliver. Este otro sujeto es Charles Darwin, y aquel es Schopenhauer, y aquel, Einstein, y el que está junto a mí es Mr. Albert Schweitzer, un filósofo muy agradable, desde luego. Aquí estamos todos, Montag, Aristófanes, Mahatma Gandhi, Gautama Buda, Confucio, Thomas Love Peacock, Thomas Jefferson y Mr. Lincoln. Y también somos Mateo, Marco, Lucas y Juan.

-No es posible -dijo Montag-.

-Sí lo es -replicó Granger, sonriendo-. También nosotros quemamos libros. Los leemos y los quemamos, por miedo a que los encuentren. Registrarlos en microfilm no hubiese resultado. Siempre estamos viajando, y no queremos enterrar la película y regresar después por ella. Siempre existe el riesgo de ser descubiertos. Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia. Todos somos fragmentos de Historia, de Literatura y de Ley Internacional, Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo, todo está aquí. Y ya va siendo tarde. Y la guerra ha empezado. Y estamos aquí, y la ciudad está allí, envuelta en su abrigo de un millar de colores. ¿En qué piensa, Montag?

-Pienso que estaba ciego tratando de hacer las cosas mi manera, dejando libros en las casas de los bomberos y enviando denuncias.

-Ha hecho lo que debía. Llevado a escala nacional hubiese podido dar espléndidos resultados. Pero nuestro sistema es más sencillo y creemos que mejor. Lo que deseamos es conservar los conocimientos que creemos habremos de necesitar, intactos y a salvo. No nos proponemos hostigar ni molestar a nadie. Aún no. Porque si se destruyen, los conocimientos habrán muerto, quizá para siempre. Somos ciudadanos modélicos, a nuestra manera especial. Seguimos las viejas vías, dormimos en las colinas, por la noche, y la gente de las ciudades nos dejan tranquilos. De cuando en cuando, nos detienen y nos registran, pero en nuestras personas no hay nada que pueda comprometernos. La organización es flexible, muy ágil y fragmentada. Algunos de nosotros hemos sido sometidos a cirugía plástica en el rostro y en los dedos. En este momento, nos espera una misión horrible. Esperamos a que empiece la guerra y, con idéntica rapidez, a que termine. No es agradable, pero es que nadie nos controla. Constituimos una extravagante minoría que clama en el desierto. Cuando la guerra haya terminado, quizá podamos ser de alguna utilidad al mundo.

-¿De veras cree que entonces escucharán?

-Si no lo hacen, no tendremos más que esperar. Transmitiremos los libros a nuestros hijos, oralmente, y dejaremos que nuestros hijos esperen, a su vez. De este modo, se perderá mucho, desde luego, pero no se puede obligar a la gente a que escuche. A su debido tiempo, deberá acudir, preguntándose qué ha ocurrido y por qué el mundo ha estallado bajo ellos. Esto no puede durar.

-¿Cuántos son ustedes?

-Miles, que van por los caminos, las vías férreas abandonadas, vagabundos por el exterior, bibliotecas por el interior. Al principio, no se trató de un plan. Cada hombre tenía un libro que quería recordar, y así 1o hizo. Luego, durante un período de unos veinte años, fuimos entrando en contacto, viajando, estableciendo esta organización y forzando un plan. Lo más importante que debíamos meternos en la cabeza es que no somos importantes, que no debemos de ser pedantes. No debemos sentimos superiores a nadie en el mundo. Sólo somos sobrecubiertas para libros, sin valor intrínseco. Algunos de nosotros viven en pequeñas ciudades. El Capítulo 1 del Walden, de Thoreau, habita en Green River, el Capítulo II, en Millow Farm, Maine. Pero si hay un poblado en Maryland, con sólo veintisiete habitantes, ninguna bomba caerá nunca sobre esa localidad, que alberga los ensayos completos de un hombre llamado Bertrand Russell. Coja ese poblado y casi divida las páginas, tantas por persona. Y cuando la guerra haya terminado, algún día, los libros podrán ser escritos de nuevo. La gente será convocada una por una, para que recite lo que sabe, y lo imprimiremos hasta que llegue otra Era de Oscuridad, en la que, quizá, debamos repetir toda la operación. Pero esto es lo maravilloso del hombre: nunca se desalienta o disgusta lo suficiente para abandonar algo que debe hacer, porque sabe que es importante y que merece la pena.

En Farenheit 451, Ray Bradbury describe una sociedad en la que la cultura es perseguida por la ley, los bomberos se dedican a quemar libros y sus poseedores son proscritos. Una colectividad de disidentes vive en los bosques, marginada y entregada a la labor de memorizar las obras para que no se pierdan. Este de aquí es Crimen y Castigo, aquel Hojas de Hierba, el de más allá es La Odisea... Hermosa metáfora de resistencia cultural. Me pregunto si en esta sociedad nuestra mercantilizada,,acusados de hacer copias ilegales en su cerebro, serían objeto de represalias por parte de la gente de la SGAE.

¿En qué piensan los demonizadores de los usuarios de programas P2P o los defensores del canon por el préstamo en las bibliotecas públicas? En el dinero, evidentemente. ¿A quien representan? Al neocapitalismo salvaje, ¿cómo no?

-No, no -me dice el cantante de moda-. Es que los artistas tenemos que vivir, mire usted. Y si las copias de nuestras obras se difunden libremente nosotros no cobramos.

-Falso. Ustedes pueden vivir perfectamente a pesar de este nuevo fenómeno. Lo único que pasa es que serán un poco menos ricos para beneficio cultural de la sociedad. Y en este punto me dirijo especialmente a los que presumen de izquierdistas.

-Pero es que hay otros que no son ricos y que salen gravemente perjudicados.

-Nadie sale perjudicado, exceptuando a las grandes empresas. Y no gravemente. Levemente. Lo que ocurre es que su codicia magnifica la cosa. Además, hay muchos escritores, poetas, que publican gratis, incluso que pagan por ver su obra difundida. La cultura, la creación, es un sacerdocio. Recordemos los versos de Don Antonio Machado, probablemente el poeta más grande que ha dado España:

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Y el que quiera ganar dinero, que se dedique a la compra venta de jamones o al negocio inmobiliario. Una de las razones por las que la cultura ya casi no lo es en nuestro país es que se ha convertido en un pesebre. El creador no es libre. Obedece las pautas que le impone el editor, representante siempre del sistema, a cambio de los euros por los que lampa. La vieja leyenda bíblica del plato de lentejas. Esos no son los escritores, los músicos, los artistas que nos interesan. Yo invito desde aquí a los usuarios a que no copien las obras de esa gente en programas p2p, ni las saquen de las bibliotecas, ni, por supuesto, las compren. Arrímense a los guerrilleros culturales, a los que no ponen precio a sus creaciones, que nacieron siempre del pueblo y al pueblo pertenecen; a esos que, en todo caso, piden humildemente, a cambio de su obra, como ya hiciera Berceo, otro de los grandes, “un vaso de bon vino”. Soy consciente de que a muchos todo esto que digo les sonará a monsergas. No es raro. En nuestro tiempo reina Mamón, el demonio del dinero. Sin embargo, los testigos están ahí, a miles. Yo no dejo de publicarles en las páginas de esta revista. A este número, sin ir más lejos, se asoma el genial pintor y poeta vanguardista Antonio Fernández Molina, recientemente fallecido, y un texto experimental de José María Montells, autor imprescindible en el panorama poético contemporáneo, así como el artículo de Juan Antonio González Márquez dedicado a la memoria de Bernardo Víctor Carande, francotirador cultural que fue desde su retiro extremeño colaborador de esta revista allá por los años gloriosos en los que se imprimía en papel. Los acompañan poemas de J. A. Cedrón, J. L. García Herrera, Antonio García Yedra, Antonio Redondo Andújar, un relato de Rosa Mª García Barja y un artículo de la poeta, investigadora y profesora universitaria Laura López Fernández. Todos ellos pertenecen a esa extraña y magnífica comunidad para la que creación no es igual a dinero sino a belleza, a amor, a solidaridad. Salud, hermanos.

 

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