EL RETABLO

 

Juana María Igarreta

 

 

Eran las 9 horas en punto de la noche cuando Elvira, después de asegurarse de que no quedaba nadie dentro, cerró la puerta de la iglesia, tal como le había pedido don Germán, el cura del pueblo. Éste había tenido que salir apresuradamente para atender a un feligrés agonizante.

Al tiempo de guardar la vieja llave en el bolsillo del abrigo, sintió escalofríos y pensó por un momento que no debía haber salido de casa en su estado febril, pero no le pareció prudente dar su negativa a don Germán, con el que últimamente había estrechado lazos, sobre todo desde que se había quedado viuda. En vida de Juan, su marido, apenas acudían a la iglesia, tan sólo en funerales y algunas ocasiones de compromiso ineludible. Ahora, tenía que reconocer que estar un rato en el templo a solas y en silencio, se había convertido en una necesidad casi diaria.

Era una iglesia de pequeñas dimensiones dedicada al culto a San José, siendo su interior de una única nave rectangular.

Le gustaba sentarse en el primer banco para poder observar lo más cerca posible el retablo. De tal manera que hasta se había aprendido los nombres de los santos cuyas imágenes componían el mismo. Don Germán le había puesto al corriente sobre la vida y milagros de cada una de aquellas figuras talladas y policromadas.

Elvira entró en su casa y dejó la llave de la iglesia sobre el tapete bordado de la mesita del vestíbulo, con el ánimo de devolvérsela a don Germán al día siguiente a primera hora de la mañana.

Volvió a sentir escalofríos y pensó que lo mejor que podía hacer era tomarse una aspirina y un vaso de leche caliente con miel y meterse en la cama cuanto antes. Así lo hizo y no había pasado media hora cuando, entre sueños, le pareció escuchar voces que venían de la calle. Se levantó y

se asomó a la ventana. En la calle no había nadie. Sin embargo, al dirigir su mirada al frente, se quedó perpleja cuando descubrió luz en el interior de la iglesia.

A pesar de estar presa de una sensación entretejida de sudor frío y miedo, una fuerza superior a ella le hizo coger la llave y bajar las escaleras a toda prisa. Una vez en la calle y, para no ser vista, evitó cruzar por el centro de la plaza y atravesando los soportales llegó a la iglesia. Era una noche muy clara, con una luna rotunda.

Temblorosa, hizo girar la manilla de la puerta de la iglesia y comprobó que ésta continuaba cerrada; introdujo la llave y fue abriendo lentamente hasta colarse dentro.

Sigilosa, fue a colocarse al fondo de la iglesia, justo debajo del coro para desde allí poder observar qué estaba ocurriendo.

Lo primero que llamó su atención fue la luz; ésta, que iluminaba sólo parte del templo, no era la luz ordinaria de las lámparas, de hecho éstas permanecían apagadas.

De pronto, escuchó una voz de niño que parecía provenir de la parte delantera, e intentó hacer un recorrido rápido con la mirada, tanto por la zona de bancos como en los pasillos, central y laterales, sin conseguir ver a nadie.

Elvira permanecía inmóvil y su corazón latía cada vez más agitado. Nuevamente oyó voces, al mismo tiempo que descubría atónita que procedían del retablo:

- José, me prometiste que me harías un tobogán en las escaleras del coro.

-Vale, Jesús, no seas impaciente. Tengo que recordar primero dónde dejó don Germán aquellas viejas tablas. Antes estaban en la sacristía, pero, desde que la reformaron, no sé qué habrá sido de ellas…

-Creo que están en el cuarto de la caldera, dijo Pedro, yo mismo le oí comentar a don Germán su intención de hacer leña con ellas el próximo invierno.

-Nosotros también ayudaremos, dijeron al unísono Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Entre todos cumpliremos el deseo del Niño.

Elvira no salía de su asombro. ¡Eran algunas de las imágenes del retablo que habían cobrado vida! Estaba oyendo a San José, al Niño Jesús, a San Pedro y a los Cuatro Evangelistas, al tiempo que veía cómo cada uno de ellos abandonaba su hornacina y se agrupaban alrededor del altar.

Siguió observando y pudo ver cómo San José se desprendía de su corona y del bastón florido colocándolo sobre uno de los primeros bancos. El resto hizo lo propio con sus complementos ornamentales, dirigiéndose después al cuarto de la caldera, saliendo al rato provistos de tablas y herramientas con los que se encaminaron hacia el coro.

A partir de este momento, Elvira no pudo ver nada más, ya que ella se encontraba escondida justo debajo del coro. Sí que llegó a la conclusión de que una vez terminado el tobogán, nadie se resistió a deslizarse por él, dado el revuelo que montaron y a los comentarios que hacían entre ellos sobre la conveniencia de recogerse las túnicas mediante nudos, para evitar los enganchones y desperfectos en las mismas.

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Hasta aquí recordaba Elvira cuando se despertó al día siguiente y se juró a sí misma que no contaría a nadie lo sucedido, ni siquiera a don Germán, con el que había quedado para devolverle la llave, porque la tacharía de irreverente.

Se levantó y se dirigió al vestíbulo para coger la llave de la iglesia, pero… la llave no estaba en la mesita. Intentó memorizar… – al entrar en casa, dejé la llave en la mesita… sobre el tapete…– se dijo en voz alta.

Se dirigió al colgador donde estaba su abrigo. La llave estaba en uno de los bolsillos.

Elvira, tal como había quedado, devolvió la llave a don Germán y pensativa regresó a su casa.

Aquella misma tarde, en cuanto pudo, volvió a la iglesia. Nuevamente se sentó en el primer banco; con más embeleso que nunca contempló el retablo y, al detenerse en la carita del Niño, descubrió una expresión risueña que antes no había observado, como la mirada de cualquier niño que ha visto realizado un sueño.

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