ATAÚDES BLANCOS

 

Juan Villa

 

Fotografía: Blanca Morales Prado

 

 

 

Murió el supremo engaño

de creerme yo eterno.

 

Leopardi

 

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               

Se acercaba el final de la época dorada.

 

Sergiusz Piasecki

 

 

Tú no te esperabas aquello, cuando te llamará a ti. En tus nueve años de vida no has tenido aún la necesidad de ser un cobarde, de verle las orejas al lobo. En tus nueve años de vida sólo has aprendido a ser un niño, un niño como los de tu barrio, no más inocente, soberbio o caprichoso que los demás, casi un niño bueno, con aspiraciones ya de llegar tarde a casa y a elegir tus zapatos.

 

         Habrás notado el barullo en los almacenes del Patrimonio Forestal del Estado, pero eso no es raro, ocurre con frecuencia, por lo menos un día de cada semana. Sí que repararás en que los trabajadores visten de nuevo, como de domingo, que la actividad de otros días está congelada, que te cuesta atravesar la calle y tienes que sortear a grupitos circunspectos que casi no hablan, y que una mujer toda de negro llora en la puerta de la oficina de tu amigo Andrés, el encargado de los pagos que te enseña juegos de manos. Conoces a mucha de esa gente, incluso fuiste una vez adonde vivían en la furgoneta que les llevaba el pan: las casas pequeñas, todas iguales y alineadas formando anchas calles de tierra suelta y sucia. Las grandes naves con las enormes máquinas amarillas que a veces veías pasar por el pueblo. Allí los niños están más morenos y los hombres más taciturnos, hablan con otro acento, con muchos acentos, y siempre son agradables contigo.

 

         Entonces divisas a tus amigos, están sentados en la acera al final de la calle. Ortega, que es muy sentido, golpea cabizbajo el suelo con una caña. ¿Recuerdas? Han traído a un niño muerto del poblado forestal, te dijo. Te limitas a echar una furtiva mirada hacia atrás, ahora comprendes la situación, no es nueva pero nunca la habías vivido. Tú ya sabes que allí mueren muchos niños, lo has oído mil veces a los grupos de mujeres que esperan a los tractores arremolinadas en la plaza cargadas de cestas de comida y garrafas de vino.                                                  

 

Ves cómo se acerca a vosotros Andrés, el pagador; viene serio y con la mirada fija en el grupo. Algo te da como un vuelco en el estómago, sin acertar qué temes, rodeas a tus amigos hasta quedar casi tapado. Os empezáis a levantar parsimoniosamente, recelosos, como los perros callejeros cuando se les acerca un extraño. Observa: muchos trabajadores se vuelven hacia vosotros, la mujer de negro que lloraba, rodeada de otras mujeres de negro que lloran, os mira de manera ansiosa, retuerce un pañuelo de florecitas con las manos.

 

No serás el primero en salir corriendo, siempre te has querido consolar con eso, pero te faltan piernas para llegar a tu casa, la realidad te había caído de golpe encima, tú también estabas implicado en la miseria y no fuiste capaz de encararla, te suponías ajeno, confiésalo, ha pasado tanto tiempo.

 

Ninguno quiso hacerlo, es verdad, pero Andrés te llamará a ti, te lo pedirá a ti cuando dijo llevad la caja blanca entre todos al cementerio, es la de un niño como vosotros. No se te había ocurrido pensar que tú eras también un niño de los que se mueren.

 

         Entre las piernas de tu abuelo, sentado a la puerta de tu casa, verás aquella tarde pasar la humilde cajita. La llevan cuatro hombres jóvenes. Y tu abuelo te atrajo hacia sí porque temblabas, fija tu mirada en el cortejo callado, sacudido por la constatación palmaria, precisa, sustancial, de los ataúdes blancos.

                                             

 

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