CALLE, CASA, CAMA
J. J. Conde
Fotografía: Yuli Castro
LA CALLE es una lombriz avara, juez e insultante. Las caras largas resquebrajadas por el tedio, la amargura o la insolencia. La prisa. Las bestias de hierro en cuyas fauces mueren la sonrisa, los juegos y las apariencias. La rutina. La obsesión por querer ser quien no se es y apenas se es en un minuto. El hambre con las manos extendidas en los filos de cualquiera esquina. Unos ojos muertos por el alcohol o la heroína. El hijo del carpintero prendido en los kioscos. Una conversación de avaros. Una peseta amarilla alejada de algún millonario. El pisotón concluyente de quien asegurabas tener la amistad. El cansancio. El vacío. La sombra gris que todo lo envuelve. Un espejo roto. El suicidio.
LA CASA es como un agarradero para despertar del sueño de las mil y una caídas.
Ni el beso a media tinta en donde caiga, ni el abrazo colgando del alero son el
bálsamo del día. Quita de ahí, maldita sea. La pantalla devoradora de ideas. El
rumor de una oleada sabática tratando por todos los medios de encontrar un hueco
en alguno de los corazones presentes. Los silencios esos mortales de necesidad.
El sillón favorito y la prensa. El punto o la canasta. El perro bobo, el gato
loco y el pájaro en cadena perpetua. Unos párpados de acero.
LA CAMA es una mascarada constante en donde el amor se luce con cuentagotas de
plástico. Una partida de ajedrez esperpéntica, con el rey y la reina enlazados y
ortopédicos sobre el tablero. El acoso intermitente de dos soledades. Un colmo
de secretos inconfesables, de inmadurez, de impotencia, de equilibrios en el
alambre. La insatisfecha al noventa por ciento. La agonía de piscis. Un tiemblo.